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martes, 1 de mayo de 2012

Koh Rong

Qué contundencia ¡Koh Rong!.
Aquí me vine por recomendación de un amigo mexicano de la Riviera Maya al que disen El Andariego. Cogí un barco y en algo más de dos horas llegué a esta isla que tiene todo lo que hay que tener para ser paradisíaca. Es la segunda más grande de Camboya y tiene una superficie de 78km cuadrados y una población total de dos mil almas repartidas en cuatro pueblos de pescadores, varias playas de fina arena blanca, manglares, palmeras, bosque tropical, jungla infestada de serpientes, jabalíes y la de mi madre. No hay electricidad. Si hay tesoro enterrado nadie me lo quiso decir. Y para ser isleños y pescadores, en general eran gente bastante afable.
Al desembarcar me senté en un bar a comer algo y la familia que lo regentaba me pareció especialmente agradable. Tenían un caseto en la arena que alquilaban y allí me quedé. Compartía el retrete con la familia pero no había lavabo ni ducha, sólo una palangana y un bidón, así que para lavarme los dientes usaba agua embotellada y para el resto, la mar. No sé cuántos vivían allí pero llegué a contar quince personas de todas las edades, desde un bebé de un mes que siempre estaba en su hamaca en una esquina del local, hasta el jefe del clan, de unos cuarenta y cinco años y que parecía uno de Los Chunguitos, además de vecinos y allegados que tenían en el restaurante el lugar de reunión. En dos días ya era uno más, iba a buscar el búfalo al bosque con uno de los chavales, ayudaba a descargar mercancía o a subir el bote a la arena, daba información a los turistas, ya sabía precios, horarios, rutas, distancias... y me volví a encontrar con Dani, el asturiano que había conocido en Laos hacía casi un mes y que llevaba allí una semana, vaya risa. Además estaba trabajando en uno de los bares de la playa un americano que también había conocido en Laos hacía ya tiempo, así que integración total, saludando aquí y allá. Largos paseos por la playa, nadar, bucear, pescado fresco en la barbacoa para la cena... ¿qué más se puede pedir?.

 llegando a buen puerto


 a esta casa honrada, señores llegamos...




 Yoep y yo hicimos buenas migas



 ésta era mi preferida, rendida ante mi vello


 Bea, Rober, éste me preguntó por vosotros


el comité de bienvenida

y en España vamos camino de prohibir las gaviotas en la playa porque cagan...



 este tipo de lancha era muy popular, hecha con trozos de porexpan sujetos con varas de bambú







la casa de Tarzán cuando vivía feliz con Jane

En realidad sí que había algo que me faltaba: ver el sol poniéndose por el mar cerveza en mano. La playa estaba orientada al norte así que el sol se escondía por detrás de la colina que había a nuestras espaldas.
Al otro lado de la montaña había una playa de séis kilómetros y unos bungalows a los que se llegaba, o bien en barco, o bien caminando algo más de una hora por la jungla. Todos decían que el camino era bastante difícil y que con las lluvias estaría aún más complicado para cargar con una mochila a la espalda y en el barco había hablado con una finlandesa que había trabajado en esos bungalows y me contó que una noche una pareja había montado un espolín y despertado a todo el campamento porque tenían una cobra en la habitación. Además de la pitón, parece ser que hay nueve especies de serpientes venenosas en Camboya, entre las cuales están la cobra escupidora y la king cobra (ésta también puede cargarse a un elefante, que por algo es rey) y en la isla habitan todas ellas en paz y armonía.
Con estos datos en la cabeza cogí el sendero monte arriba sudando a chorros hasta que me cayó un tormentón tropical encima que me hizo un poco más divertido todavía el camino. Creo que iba más pendiente de dónde ponía el pie y dónde apoyaba la mano que del camino que tenía que seguir, así que en algún momento me despisté, bajé por un paredón de piedra agarrándome a las lianas y cuando estaba allá metido empecé a pensar que era un poco extraño que el camino fuera tan difícil para llegar a un negocio de hostelería. El camino empezó a cerrarse cada vez más, dí la vuelta dos veces para ver si me había confundido, pero ante la perspectiva de tener que escalar aquella muria de nuevo, tiré para adelante. Para entonces ya veía serpientes en cada raíz, en cada tronco, en cada liana en la que me enganchaba la mochila. A tirones salí por fin al mar, pero no a la playa sino al pedrero, con lo que tuve que ir saltando de roca en roca unos quinientos metros hasta llegar a los dichosos bungalows. El sitio se llama Broken Hearts Guest House y lo lleva un finlandés más vago que los camboyanos. Allí no había ningún corazón roto sino tres parejas felices, con lo que era difícil entablar conversación. El tío me explicó que había serpientes, que era fundamental tener linterna (no hay electricidad) y mirar bien dónde ponía los pies porque aunque las cobras lo normal es que esccapen al sentir al humano, había una serie de víboras que no, de manera que podías estar encima de una a dos centímetros y ni se inmutaban. Otra cosa es que las pisaras, eso no les gustaba nada. Después de esto solté el petate y salí corriendo a la playa. Séis kilómetros de fina arena hasta llegar al final donde había un pueblín de cuatro chabolas y unos bungalows. Y por el medio la nada, únicamente yo caminando mientras mis amigas las sandflies (de las que llevo un bonito recuerdo tatuado en mi piel) me comían vivo. Cuando llegué al final de la playa me pareció oir mi nombre pero no se veía a nadie. A la segunda voz ví salir de una choza a Girolamo, el italiano con el que había compartido habitación mi primer día en Camboya. Increíble. Estaba allí con un amigo desde hacía tres días así que tomamos una cerveza en uno de los dos bares que había. A la tertulia se unió un alemán con el que estuve charlando un rato porque era furgonetero y había viajado por España. Conocía Asturias y empezó a describirme una playa donde hacía quince años había parado unos días a dormir (y esto va para El Clan Pattist) a la que había que llegar después de atravesar un túnel. A mí me empezó a dar la risa y pregunté: -¿Vega?-. Y claro, era Vega. Incluso me explicó que había cenado en el bar Supermán, que enseguida recordó cuando le dije el nombre. Que después de dos horas perdido en la jungla y séis kilómetros de playa salvaje me llamen por el nombre y me encuentre a un tío que conoce Vega es como para que te quede cara de tonto para el resto del día.
Volví a caminar toda la playa, me hice con unas gafas y un tubo y me fui a bucear hasta última hora de la tarde para luego, cerveza en mano, disfrutar de una de esas puestas de sol memorables. Con todo ese trote, cuando me retiré a mis aposentos (mirando bien dónde pisaba y después de comprobar que estaba solo en mi bungalow), me desmayé hasta el amanecer sin preocuparme ya de las serpientes.

 o la jungla...

...o el pedrero



 la única serpiente que vi salía directamente del baño

 Tarzán, tras la separación de Jane, se dejó un poco. Al fondo, mi choza.

 ¡tá bárbara!

 la comida está en la mesa




tenía una colección de conchas y caracolas preciosa que regalé por razones de peso y espacio





el gecko más grande que vi hasta ahora, como un vaso de tubo, en el techo de mi cabaña

Con una puesta de sol fue suficiente y a la mañana siguiente volví al pueblo del otro lado de la montaña. El camino bueno tampoco es que fuera mucho mejor que el que yo había hecho, la verdad, pero al menos estaba algo más despejado y había cuerdas en los pasos más difíciles.




Y cuando llegué a la aldea teníamos visita. Un barco desembarcaba con autoridades y periodistas para inaugurar una nueva escuela y todo el pueblo estaba en el embarcadero haciendo pasillo para recibirlos.


Vi a uno con uniforme militar que iba hablando por un teléfono de oro (o al menos brillaba como tal), otro con dos estilográficas Mont Blanc de oro en el bolso de la camisa y casi todos con tantos anillos y cadenas de oro que parecían raperos. Por la tarde fui a investigar hasta la escuela.

 no tenemos tiza

y no (siempre) tenemos globo

Y tampoco había niños en la escuela, aunque los hay por todos lados.
Ese día me despedí del pueblo con el que fue el mejor arcoiris de mi vida, por la nitidez de los colores, porque nacía y terminaba en el mar y porque enmarcaba perfectamente dos barcos y una isla que hay enfrente. No pude hacerle una foto porque sencillamente no me entraba en el objetivo. A las cuatro de la mañana mi cama y toda la caseta botó porque un rayo debió caer muy cerca y dio comienzo una tormenta salvaje que duró más de dos horas. Tenía un par de goteras en el cuarto y era imposible dormir con el ruido del agua sobre el tejado de chapa, así que me levanté, me dí un baño mientras diluviaba, desayuné lloviendo y cogí el barco de la mañana lloviendo. Llegamos a la costa y el diluvio me dio un respiro, lo justo para llegar a la estación y salir hacia Phnom Penh, que era el primer autobús que podía coger para salir de Sihanoukville. Cuando ya estaba instalado salí a cenar y sentado en una terraza sentí que me tiraban del pantalón y cuando miré había una pequeña que me decía riéndose: -Te conozco, te conozco-, y era cierto, la misma cría vendiendo libros a la que le había regalado fruta un día. Siempre iba descalza, con una cesta enorme para su cuerpo de séis añitos y reía sin parar.





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